sábado, 19 de septiembre de 2009

LA LECTURA COMO CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD





Quisiera empezar esta exposición contando una práctica que recogí hace unos años, como profesora en el partido de La Matanza, provincia de Buenos Aires. Elijo comunicar la experiencia y luego (o mientras tanto) compartir con ustedes algunas reflexiones e interrogantes surgidos a partir de ella.


Las escenas que traigo hoy aquí se desarrollaron durante las horas de Lengua en un curso de chicos y chicas que en ese momento tenían unos 15 años y que pasaban casi todo el día en el colegio porque se trataba de una escuela secundaria con orientación técnica. Los chicos venían de familias de clase media-baja o baja; la mitad de ellos vivía en la villa que nacía donde terminaba la escuela y la otra mitad, del otro lado, en un barrio de casas humildes. Casi el 50 % de los alumnos eran inmigrantes provenientes de países limítrofes.


A principios de junio (unos tres meses después de iniciado el ciclo lectivo), propuse en ese curso leer un monólogo muy breve del dramaturgo Julio Mauricio, llamado “Datos personales”, en el que la protagonista cuenta sus vivencias a partir del recuerdo de una entrevista en la que le solicitaban estos datos: nombre, dirección, estado civil… Para los que no lo conocen o no lo recuerdan, considero importante destacar cómo está estructurado el texto:

1º: pregunta sobre sus datos personales
2º: pensamiento o reflexiones de la protagonista
3º: respuesta.


Es decir, ante una pregunta (-¿Domicilio?-, por ejemplo), nos encontramos con un extenso párrafo en el que la protagonista cuenta, como en una conversación cotidiana, cómo es su casa, por qué vive allí, en qué situación, con quiénes comparte la vivienda… Y recién después aparece la respuesta (el domicilio propiamente dicho): breve, concisa y se resume en dos o tres palabras. Por lo tanto, los lectores somos una suerte de receptores privilegiados, que conocemos a la protagonista por lo que no dice en la entrevista formal, la conocemos por lo que calla. En una primera lectura del texto, en clase se dijo que no hay nada más impersonal que un cuestionario hecho sobre la base de los datos personales, que bien sirven para identificar pero no nos permiten conocer a la persona.
Más allá de los objetivos curriculares, cuando lo elegí me interesaba que el texto oficiara a modo de presentación, y que los alumnos produjeran, a partir de él, un texto similar, que podía referirse a un personaje de ficción, inventado o extraído de obras leídas con anterioridad, o a una persona de carne y hueso.


De 25 chicos, solo uno ficcionalizó el escrito y lo hizo a partir de un personaje de la televisión. Otro escribió sobre un familiar suyo. Todos los demás adolescentes produjeron escritos a partir de sus propios datos personales. Recuerdo particularmente el caso de una chica, Patricia, que reprodujo con absoluta fidelidad sus datos en las respuestas, pero en los pensamientos aparecía, a través del uso magistral de la ironía y de la metáfora, una versión parodiada de su propia vida, con valerosos caballeros pibes chorros, serviciales lacayos que bajaban de un patrullero y un yacuzzi en mitad de las casillas. Lamento no haberme quedado con una copia, porque así dicho parece bastante trágico pero el texto era en verdad muy muy gracioso.


Pero no es ese el escrito al cual hoy quiero referirme en particular. Como les dije recién, casi todos los jóvenes eligieron contar su realidad, hicieron aparecer algo que podríamos llamar su propia vida. Se me ocurre que esos resultados tan “realistas” no hubieran sido tales si planteaba el ejercicio un primer día de clases; sin duda esos tres meses de encuentros a través de textos literarios propiciaron un encuentro más íntimo con la lectura y la escritura, y de ahí la participación que los alumnos me hicieron de sus historias.


De lo que quiero hablarles es del trabajo de un chico al que podemos empezar llamando David: así figuraba en las listas, así lo llamaban sus compañeros y así se llamaba a sí mismo. Su texto comenzaba poniendo en cuestionamiento aquello que casi ningún otro cuestionaba: el nombre. Cito:


Me preguntó:
-¿Nombre y apellido?Y yo pensé que mis padres habían elegido un nombre pero después me lo cambiaron cuando hicieron los papeles del documento. Entonces les dijeron que acá Dilvert no era un nombre y que mejor me llamaran David, que era parecido. Yo no tengo ningún compañero que se llame David y Dilvert hay uno pero en otro salón. En mi casa me dicen David porque mis padres dicen que ahora soy David. A veces todavía ellos se confunden y llaman ¡Dilvert! pero yo los entiendo igual… Pero mejor le digo lo que está escrito en el documento, a ver si cree que miento.
Entonces le dije:
- David Hinojosa.”


Cuando, en la puesta en común de estos trabajos, un compañero le preguntó cómo quería ser llamado, el alumno dijo que en su casa siempre le decían David, que cuando le decían Dilvert era porque a sus padres se les “escapaba”, pero que a él no le molestaba que lo llamaran así, porque él era un nombre pero también era el otro y que, por lo tanto, podía ser nombrado de cualquiera de las dos maneras. Así fue como, aunque las listas dijeran otra cosa, la mayoría comenzamos a llamarlo Dilvert, todavía me pregunto si para acompañarlo en la búsqueda de un nombre propio o para llevarlo a un cuadro de esquizofrenia agudo…


Más allá de cualquier especulación, lo cierto es que este joven comenzó, a través de la lectura, a interrogarse sobre su identidad: ¿cuál es mi nombre?, ¿qué dice acerca de mí?, ¿por qué me llamo de una manera y no de otra? quizás hayan sido algunas de las preguntas que se hizo al momento de escribir. Pero interrogarse sobre la identidad no es solamente hablar sobre uno mismo, sino también de aquello que nos rodea y que nos da sentido: los orígenes, la patria, la familia, la sociedad. De esta manera, en las palabras de Dilvert resuenan otros interrogantes: ¿qué dice mi nombre de quienes lo eligieron? ¿qué otras voces hablan a través de él? ¿quiénes son los que me rebautizaron? ¿qué relación tengo con ellos? ¿qué dicen con ese nombre impuesto? ¿qué intentan callar? Sin duda estas preguntas no están dirigidas solo al muchacho sino que también nos interrogan a nosotros (docentes, padres, estudiantes, ciudadanos) porque problematizan instituciones (el registro civil, por ejemplo), cuestionan conceptos (como el de nacionalidad) y se manifiestan justamente en la escuela, un espacio público (y van quedando pocos: la escuela, la plaza…) que se empeña por desenmascarar la desigualdad.


Así fue como David desenterró su propia historia. Sus padres, bolivianos como él, le habían puesto Dilvert. Su familia llegó a la Argentina cuando él ya era un niño. Cuando comenzaron los trámites de obtención del DNI, su identidad fue puesta en cuestionamiento desde el registro civil, donde un funcionario dijo que “Ese no era un nombre en nuestro país”, y amablemente ofreció a los padres que cambiaran el nombre del chico por uno distinto, que a los oídos del funcionario sonaba “parecido” y con seguridad bien argentino: David. De esta manera es como llegamos a la escuela, en donde para todos él era David. Hace un rato dije que la escuela pública denuncia que existe la desigualdad. Debería aclarar que lo hace a pesar de su afán homogeneizador. 


¿Qué encontró Dilvert en los textos? En primer lugar, podríamos hablar de identificación: la lectura hizo posible el encuentro de Dilvert con la protagonista, quien de alguna manera piensa, actúa o siente como él. Pero quizás sea más importante lo diferente: el descubrimiento de que otras vidas, distintas a las que aparecen como exitosas en los medios de comunicación, también justificaban una lectura; el reconocimiento, a través de la palabra escrita, de que algunos personajes (que para otros podrían parecer insignificantes) tienen algo para decir. Y además, como dijimos hace un rato, Dilvert encontró en la literatura lo que se le negaba en la realidad: su primer nombre, el verdadero; entonces la escritura le permitió poner en palabras lo que sus padres callaban porque veían como un error.

Después de seis meses de este trabajo, casi a fin de año, Dilvert me dijo que a sus padres les parecía bien que se hablara en la escuela de “estas cosas”. Como podrán imaginar, quedé atónita ante semejante confesión, y le pregunté (debo reconocer que con un poco de miedo: una nunca sabe qué barbaridad pudo haber dicho) a qué se refería, si les había comentado los trabajos que habíamos hecho… Pero él me dijo que había hablado más o menos, que en realidad no había hablado, sino que les había leído. Entonces me explicó que todos en su familia trabajaban en costura en su casa y que un día, reunidos todos en su casa como estaban trabajando, él les dijo que podía leerles algo, y entonces leyó. Y leyó las dos obras de teatro que habíamos visto en el año, algo sobre los derechos de los jóvenes, textos escritos por él, unos artículos aburridísimos, algunos cuentos… Y que de ahí, de esas lecturas, había salido esto de que sus padres le habían dicho que “hacían bien en la escuela que hablaban de estas cosas”.


Las últimas reflexiones que quisiera hacer tienen que ver con el valor de la palabra, sobre todo de la palabra escrita. Reflexiono, antes que nada, en el valor de la palabra David (y a esta altura, si alguien de los presentes tiene ese nombre, pido mil disculpas). David es palabra escrita: vale porque es el nombre que está en un papel; en tanto documento, se supone garantiza la pertenencia al lugar en donde se vive e instaura la legalidad que los padres quieren para su hijo (la que diferencia, justamente, los inmigrantes legales de los ilegales); pero ese nuevo orden (ese papel escrito) clausura un pasado, borra orígenes, olvida deseos y miedos paternos, desvanece nacimiento y  desarraigo, anula el viaje y la huida de la pobreza… Nada de todo eso dice David. David es el presente de conflicto: la negación del pasado y la confrontación consigo mismo y con su familia.


Pero hay otras palabras escritas, sin duda más personales y esperanzadoras, que son las que Dilvert leía (por qué no pensar que lo siga haciendo) en su casa a sus familiares. Y las destaco porque él resaltó el valor de esas palabras que, aun antes de pronunciadas, habían sido escritas: “Yo no hablé con ellos, yo les leí”. Reconstruyo esa escena de lectura: un grupo de personas, trabajando, un adolescente leyendo apuntes escolares y textos literarios, escucha que invita a la evaluación posterior… Los que trabajamos en docencia o en promoción de la lectura podríamos preguntarnos qué decían esas palabras, cómo aseguraban la atención de los oyentes… Sin duda las palabras del hijo devolvían la propia historia (por qué no pensar que ahora eran ellos, los padres, los que se encontraban en las palabras del otro), otorgaban la posibilidad de ver el mundo con una nueva mirada, los enfrentaba con lo incierto, con lo complejo… ¿Qué otra cosa persigue la literatura, no?


Cito a Graciela Montes: "La imagen que tenemos de nosotros mismos -eso que llamamos un poco pomposamente identidad - se ha ido construyendo a lo largo de los años y siempre a través de los otros. No ha sido en situación de monólogo, sino en diálogo con el otro -y con 'lo otro'- como hemos llegado a armarnos nuestro propio cuento". Retomo la escena recién evocada: trabajadores, lectura, adolescentes, padres, escucha, evaluación, lectores, oyentes… y me permito hacer en voz alta tres interrogantes: ¿Cuántos escenas de construcción colectiva de sentido somos capaces de evocar? ¿Qué espacios de circulación pública de la palabra propicia nuestra sociedad? ¿En qué medida la escuela garantiza la inclusión de la diversidad y el derecho a la palabra? 

Área temática propuesta: la lectura y la escritura como prácticas sociales

RESUMEN:
Una experiencia concreta de aula es el punto de partida para reflexionar acerca del papel de la lectura como introspección y en tanto constructora de identidad (entendida en su aspecto individual, familiar y social). El protagonista es un alumno inmigrante; el marco, una escuela pública del conurbano bonaerense.
¿Qué espacios de circulación pública de la palabra proponen la escuela o el resto de nuestra sociedad? ¿En qué medida las prácticas de lectura y escritura propician el encuentro de los sujetos con la propia historia? ¿Qué callan los adolescentes, qué eligen decir a través de la literatura? Estos y otros interrogantes se abordan a partir del análisis de una secuencia didáctica que pone en cuestión el valor de la palabra escrita y el supuesto objetivo homogeneizador de la escuela.

El texto fue escrito para unas jornadas de Salud Mental y Derechos Humanos organizada por la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo (2006). 

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sobre brujas queribles y reinos más o menos lejanos


La siguiente exposición consta de dos partes: en la primera, me propongo hacer una breve introducción al tema del sexismo en la literatura infantil, con referencias concretas a relatos tradicionales y a la construcción de las figuras del príncipe, la bruja y la princesa. En un segundo momento, analizaré estos mismos personajes en cuentos actuales que abordan la cuestión de género desde una perspectiva distinta.
Antes de entrar específicamente en el tema, podríamos interrogarnos acerca de por qué hablar sobre literatura y género. Dos cuestiones conviene aclarar al respecto: por un lado, el carácter fundacional de los relatos tradicionales en la formación lectora. Es a través de esas primeras narraciones (leídas o escuchadas) que los sujetos nos vinculamos con el mundo que nos rodea. Los cuentos infantiles cuentan una historia pero, al hacerlo, también trasmiten normas sociales y culturales, formas de relación esperables o condenables, pautas a seguir o transgredir. Este es uno de los modos en que se internalizan, durante la niñez, los roles que los seres humanos jugamos, ya adultos, de manera más o menos fija. Por otra parte, considero que la cuestión de género debe abordarse de manera transversal, a lo largo de las distintas etapas de la vida, dentro o fuera de la escuela. Así, pensar hoy la literatura infantil quizás nos permita orientar el análisis no solamente hacia los más pequeños sino también como una oportunidad de mirarnos a nosotros mismos en tanto docentes -algunos en formación- que encaramos estas cuestiones en nuestras clases, -nos guste o no- como resultantes de una larga serie de naturalizaciones.
En rigor, estas ideas surgieron hace un tiempo, cuando participé de unos encuentros con un grupo de maestros de primaria que se juntaban (y se juntan todavía) a debatir diversos temas propios de la tarea. En aquella oportunidad, se discutía acerca de la diferencia entre las brujas tradicionales y (lo que en ese momento se dio por llamar) las brujas "posmodernas". Las tradicionales son las malas malísimas, feas y oponentes necesarias de héroes y heroínas de cuentos como Blancanieves; las brujas "posmodernas", en cambio, están representadas por criaturas más bien graciosas, a las que en varias ocasiones su brujería les juega una mala pasada, y que no son tomadas demasiado en serio ni por protagonistas ni por lectores.
En medio de estas discusiones vino a mí un libro (ya clásico) de Graciela Cabal, llamado Mujercitas, ¿eran las de antes?, que en su momento editó el Quirquincho y, más tarde, Sudamericana. A riesgo de ser redundante (el análisis del sexismo en la literatura infantil debe tener ya como 50 años), hago los comentarios siguientes con la idea de sumar temas o miradas a la cuestión “brujas”.
Por lo general, en estos cuentos los hombres son fuertes y valientes, reyes que gobiernan sabiamente y príncipes aventureros que cabalgan en corceles, escalan torres imposibles o atraviesan bosques atestados de peligros. Mientras tanto, adentro de casas o castillos, las mujeres cosen (o al menos lo intentan, porque varias encima lo hacen tan mal que terminan pinchándose), se miran obsesivamente al espejo, cocinan pócimas o guisos y suelen pasar años acodadas en las ventanas a la espera de.
¿Qué representaciones sociales acerca de las mujeres reproducen los cuentos tradicionales? Ellas se dividen en dos tipos: las malas, feas, viejas y envidiosas que cobran entidad en brujas o madrastras (y que podrían pensarse como antecedentes directos de los chistes “de suegras”); y las buenas, lindas, tiernas y obedientes, muchachitas dóciles en alma y cuerpo (encima son flacas) o princesas "con gracia" (léase "agraciadas o agradables", nunca divertidas). Pienso en la abnegación de Cenicienta (que cae en desgracia al morir el padre y recibe la salvación de manos de un príncipe) y en la pasividad desesperante de la Bella Durmiente (algún sueño inquietante debe haber tenido esa muchacha en toooodo ese tiempo, quiero creer).
Estos relatos hilvanan una serie de conductas sociales acerca de lo masculino y lo femenino, una suerte de modelo y antimodelo de lo que significa ser hombre o ser mujer. Por su enorme carga valorativa y la insistencia en su reiteración, son modelos que se van rigidizando y se convierten en estereotipos. En el muy muy lejano mundo de los cuentos de hadas, las malas son altaneras, odiosas, vengativas, traicioneras y de mal talante; las princesas, dulces, adorables y tan buenas como hermosas; los príncipes, gentiles, astutos, fuertes y hasta sabios. Pero estos roles trascienden la ficción y, en nuestro tan cercano mundo de las cotidianidades, obligan a posicionarse también a los lectores: si los príncipes son valientes y audaces, también deben serlo los niños; si las princesas son frágiles y están permanentemente desprotegidas, similares características se esperan de las niñas.
También en Hansel y Gretel (por poner otro ejemplo), se repiten modelo y antimodelo de lo esperable en una mujer. Gretel es la acompañante, "la hermana de", una niña obediente que no solo acata órdenes de sus padres sino también de la bruja o de Hansel (ella es la que llora mientras él es el que propone soluciones; ella se asusta, en cambio él tira piedras o migajas en el camino). Del lado de las condenables, están la bruja fea y chicata (que seduce a los niños para comérselos) y la madrastra despiadada que embrolla al marido para que se deshaga de sus hijos (y que tanto recuerda a Eva, esa otra que “le llena la cabeza” al hombre para no estar sola ni en el error ni el castigo). No hay término medio en la representación de la mujer: actúa su papel de agresión o de sumisión; según sea culpable o víctima, hace daño o lo sufre.
¿Cómo llegamos del maniqueísmo de los cuentos tradicionales (en el que las brujas eran indudablemente representación de todos los males del mundo) a los relatos más modernos plagados de princesas valerosas y brujas que no asustan prácticamente a nadie? ¿Qué gana y qué pierde el mundo infantil con estas modificaciones? Y, lo que resulta más pertinente: ¿de qué modo impactan estos cambios en la cuestión de género?
En primer lugar, es necesario señalar que los estudios realizados sobre el sexismo en la literatura infantil trajeron como consecuencia la irrupción de una “nueva” literatura, empeñada en correrse del ámbito de lo moral y apartar a la mujer del estereotipo de abnegación. “Sobre todo ha habido un cambio en la representación del mundo -señala Teresa Colomer- ya no cuentan los mismos temas ni existen los mismos personajes del siglo pasado, la literatura se ha modernizado y ajustado a los tiempos que corren”. Entonces empezaron a proliferar princesas audaces, caballeros temerosos o miopes y brujas despistadas. El resultado no siempre implicó un salto cualitativo. En literatura, cuando la intencionalidad es más fuerte que la historia, pierde el texto porque a los lectores sólo les queda aprobar o negar (lo cual supone más una actitud consumista que creadora); así es como hay cuentos infantiles que se acercan al panfleto, a la falsa insurrección y otros directamente al ridículo. En cambio, cuando se impone el artificio literario, ganan también quienes leen el texto, porque el sentido no está del todo cerrado y son los lectores quienes terminan de construirlo. Michèle Petit opina que a veces los textos que más nos conmueven, que más nos interrogan sobre la propia existencia no son los que hablan exactamente de nuestra realidad, los que se refieren de modo explícito a un tema determinado (denominados “relatos espejo”) sino aquellos que postulan un desplazamiento: es la trasposición, la metáfora la que permite dar sentido, tomar distancia y cambiar el punto de vista.
En segundo lugar, hay una objeción interesante que se puede plantear en relación a estas relativizaciones de los personajes tradicionales. Al disipar con figuras ñoñas las representaciones de la maldad, corremos el riesgo de que niños y niñas se pierdan en la indeterminación de ‘lo bueno un poco malo’ y ‘lo malo no tan feo’, y que la carga fuertemente simbólica de estos primeros relatos, se diluya o desaparezca. Horacio Cárdenas, uno de los maestros que abogaba por la defensa de lo tradicional, sintetizaba su postura de esta manera: “La Bruja es rejunte, mezcla y hervor de noche y oscuridad (lo desconocido, lo innombrado), de magia y hechizo (capricho de las reglas del mundo) y sobre todo de vejez, corrupción del cuerpo: el paso del Tiempo; es decir, nada menos que el horror ante La Muerte. ¿No es demasiado pronto desestereotipar estos paradigmas en la primera infancia? Si lo malo no está donde la imaginación histórica de la humanidad lo puso (en una bruja, un ogro, un cruel vampiro) ¿dónde está? –bien podría preguntarse el niño–”.
Aunque este riesgo existe, también es cierto que en la repartija literaria de maldades, purezas o acciones, algunos han salido más favorecidos. Graciela Cabal escribía: “Se sobreentiende que estamos haciendo burdas simplificaciones de un material riquísimo, de profundo simbolismo. (...) Pero atención: también es cierto que estas dulces y tontas niñas son, de alguna manera, modelos de identificación. Entre los personajes de los cuentos tradicionales no recuerdo ninguna sastrecilla valiente que pueda matar siete de un golpe (sean moscas u hombres), ninguna niñita tan animosa como para despanzurrar gigantes, ninguna gata con botas que se las ingenie para conseguirle a su dueña, la marquesa de Carabás, no digamos un reino, con príncipe y todo, sino, aunque más no fuera un mísero ranchito. Y decididamente no existe en estos cuentos ninguna princesa rosa o azul -tanto da- de besos capaces de despertar a la vida a bellos príncipes durmientes”. Por eso creo que romper con ciertos estereotipos, como los que asocian bondad a belleza (y a UN tipo particular de belleza) o vejez a maldad, no está tan mal. Tal vez algunos de estos relatos más nuevos, menos estereotipados, interroguen sobre un tema fundante de la vida: la identidad. La pregunta: ¿quién soy? / ¿qué soy? también despierta otro gran temor: la incertidumbre frente a qué espera la sociedad que yo (hombre, mujer) sea.
Y en relación con esto, acerco algunas escenas de lectura referidas a tres libros distintos: uno de brujas, otro de príncipes y otro de caballeros y princesas.

En el primer caso, se trata de ¿Qué crees? (V. Goodman, FCE). Página a página, cada ilustración hiperrealista se cierra con un interrogante sobre las características de la protagonista. Mientras que a lo largo del libro se refuerza el estereotipo (vestido negro, sombrero, gato, nariz prominente...), el texto final sorprende por lo inesperado: esta bruja NO es mala. Tuve la oportunidad de leer este libro con varios grupos y los resultados fueron distintos. Por lo general, los más chicos resisten en sus creencias y, aunque vacilan ante el poder de la palabra escrita, sostienen el estereotipo: "si es una bruja, es mala".
Pero en muchos casos (sobre todo con chicos de 3ro o 4to para arriba) los comentarios fueron del tipo: "No es una bruja, es un hombre disfrazado", "Es tan fea que parece un hombre", "No puede ser, ¿es un hombre?", "¡Es un travesti!". Es decir, para ellos la tensión no estaba puesta en que la bruja fuera buena o mala, sino en su identidad sexual. Yo creo que bien vale, entonces, esta bruja posmoderna que expresa el miedo frente a lo inclasificable.
El segundo libro se llama Rey y rey (ed. Serres), donde se cuenta la ansiedad de la reina por conseguirle pareja a su hijo, quien luego de un desfile de candidatas, elije al hermano de una de ellas, el príncipe Azul. Leí este libro a unos chicos de cinco años. Aunque empezaron cuestionando el título: "¿Cómo 'Rey y rey'? ¡Te equivocaste! Debe ser 'Rey y reina', ¿no?", después se dejaron llevar por la trama y no discutieron ni la historia ni el final. Me permito presuponer que, de haberlo leído a un público de más edad, las repercusiones hubieran sido otras. De hecho, las resonancias entre docentes fueron del estilo: “¿Te imaginás si se lo leo a mis alumnos? Al otro día tengo un batallón de padres”. Observemos en el comentario que ubica el cuestionamiento en el mundo adulto, y no en el de los niños. Un dato respecto del libro: este cuento fue incorporado en Inglaterra en un programa piloto cuya temática es “Educación e integración” y está dirigido a chicos de Jardín y Primaria.

El tercer texto es de Keiko Kasza y se llama "El caballero y la princesa". En la historia, después de leer un cuento tradicional, los protagonistas (dos amigos, Dorotea y Miguel) deciden jugar al caballero y la princesa (es decir, representar los roles que habían leído en el cuento). Lo interesante es que no es la lectura la que trae el conflicto; a ellos no les molesta que en el cuento el caballero sea valiente y la princesa asustadiza. El problema surge cuando tienen que poner el cuerpo (el real, el de cada uno) en esos personajes. Y la primera objeción, por supuesto, la hace Dorotea: "¿Qué hay de malo en que la princesa salve al caballero?"; ella no cuestiona el nombre o el personaje sino las funciones que realiza, las acciones; quiere ser una princesa, pero de ningún modo quedarse fija en un lugar, esperando ser rescatada por otro. Miguel, en un primer momento, no accede; pero hacia el final de la historia, la resolución llega cuando descubre que es más divertido turnarse.
Por último, quisiera hacer un comentario sobre El Libro de los Cerdos, de Anthony Browne. En este caso no hay caballeros ni brujas ni princesas, pero es tan claro el abordaje que se hace de la cuestión de género, que vale la pena detenernos un minuto en él. El cuento parte con la exacerbación del estereotipo del hombre activo y la mujer sumisa: los varones (el Sr. De la Cerda y sus hijos) son los que están afuera de la casa, pero aparecen desacreditados por la exageración (“importantísima escuela”, “su muy importante trabajo”), por los verbos que señalan sus acciones (comer, gritar) y por la inercia frente a la TV. En el otro extremo está la mujer quien, aunque también trabaje afuera, está sentenciada al mundo de las tareas domésticas. La historia cautiva porque se cuenta a través de dos lenguajes: el de las palabras y el de las imágenes. Por ejemplo, la invisibilización de la mujer está acompañada por una paulatina metamorfosis de los varones en cerdos, y estos procesos acontecen simultáneamente en el plano del texto y de la ilustración. Hacia el final de la historia, el conflicto se resuelve a favor de la alternancia de tareas: “Desde entonces, el señor De la Cerda lava los platos (...) Todos ayudan a cocinar y Mamá a veces compone el coche”.
Una aclaración que tiene que ver con el papel de la literatura y el “uso” que muchas veces hacemos los docentes de ella. Textos como los que hemos visto podrían tentarnos para “trabajar un tema”: la explotación de la mujer, el trabajo invisible, los roles estereotipados en los grupos, etc. No olvidemos, sin embargo, que con la literatura (con la buena literatura, al menos) no se trabaja un tema (y no porque sea una prohibición, sino porque siempre algo se escapa); es decir, no sirve para; no es el propósito de lo literario, por ejemplo, educar en valores. La literatura está. En todo caso, somos los seres humanos los que hacemos -o no- algo con ella, como cuando aceptamos el desafío de pensar nuestro ser en el mundo a partir de una película, un cuadro o un libro. No es el de Anthony Browne, sin duda, un texto inocente; casi podría decirse que el tema se impone a los demás aspectos de la obra. Pero aun cuando la historia parezca bastante cerrada, la combinación entre lo verbal y lo visual permite situar al lector en un rol creativo: algunos niños “hablarán del tema”, otros se fascinarán con el intercambio de roles pero más como una anécdota que como una verdadera revolución, muchos buscarán en los dibujos los detalles de la pronta metamorfosis y algunos discutirán con la figura de un padre que trabaja pero no protege.
Para terminar, no quisiera que estas palabras suenen a lo políticamente correcto (ahora las brujas deben ser buenas; las princesas, malas; las lindas, negritas, gordas y proletarias). Si bien al principio decíamos que los cuentos tradicionales refuerzan los estereotipos, también es cierto que forman parte de nuestra cultura, y no por negarlos vamos a modificar mágicamente las condiciones materiales de hombres y mujeres de la época en que fueron escritos o en que se leen. La propuesta sería, en todo caso, sumar variedad al repertorio, mirada atenta a la selección y voces a la discusión. Así como la problemática de género nos atraviesa, permitamos que aflore en cada uno de los debates que surjan en nuestras aulas, sin condenar a los textos literarios a ser leídos como lo que no son. Parafraseando a una gran escritora de la literatura infantil argentina, Laura Devetach, quizás esa sea la mejor manera de propiciar modelos más flexibles, que nos permitan movernos (yo mujer, yo cabra, yo caballo o yo rana) en uno u otros mundos con mayor libertad.
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CABAL, Graciela Beatriz. Mujercitas ¿eran las de antes? y otros escritos. Buenos Aires. Sudamericana, 1998.
COLOMER, Teresa. La formación del lector literario. Madrid. Ruiperez, 1998.
PETIT, Michèle. Apuntes de la conferiencia dictada en el seminario “Relaciones entre literatura y niños en riesgo”. Universidad de La Matanza, abril de 2009.